El VIH vive en la familia

Desde hace trece años, Laura es portadora del VIH. En este tiempo, le ha tocado ver morir de sida a un hermano, y también al hombre que fue su primer amor y que, como herencia irrenunciable, le dejó la condición de seropositiva.

Pero el VIH también le ha dado razones poderosas para no descuidar su salud: Santiago, su hijo mayor, diagnosticado como portador del VIH poco antes de cumplir un año; Javier, su compañero desde hace casi una década, quien descubrió ser seropositivo al someterse a la prueba de Elisa que Laura le impuso como condición para vivir juntos; y su anhelo de tener otros dos hijos que vivan sin el virus.

Ella no solo vive en Pucallpa. Como consejera del Programa de Infecciones de Transmisión Sexual de un hospital local, se preocupa de mantener encendido el deseo de vivir de las personas que han sido diagnosticadas con VIH en esta ciudad: “Cuando alguien deja de venir a recibir sus medicinas o pasar por la consejería me voy a buscarlo a su casa, para darle ánimo y convencerlo de no abandonar su tratamiento”, comenta.

Y es que Laura sabe de la gran diferencia entre someterse al tratamiento y no hacerlo: “Al padre de mi hijo mayor lo llevé con engaños a que se hiciera la prueba, cuando le dijeron que era positivo dijo que todos nos íbamos a morir y siguió con su vida de drogas, alcohol y varias parejas, que siempre llevó. A los pocos años, murió de sida”, recuerda. Con los ojos vidriosos cuenta que tras conocer el diagnóstico de su primera pareja, ella entró a una etapa de negación.

“Yo estaba embarazada, pero no dije nada al médico, me negaba a pensar que mi hijo o yo estuviéramos con VIH. En mis controles no habían detectado nada, así que preferí pensar que mi bebé y yo estábamos bien», recuerda.

«A los nueve meses, mi niño empezó a enfermarse continuamente y lo tuve que hospitalizar varias veces. Un día me decidí y le comenté al médico del diagnóstico de mi expareja. Inmediatamente le hicieron las pruebas y lo diagnosticaron positivo. Era otra época, otro trato, prácticamente lo condenaron a muerte, pero yo no me conformé y me fui a Lima”, relata.

En Lima, confirmaron el diagnóstico de Santiago y lo incorporaron al grupo de personas viviendo con VIH que debía recibir el tratamiento con retrovirales:

“Fueron meses difíciles, conocí el rechazo de familiares que por un erróneo temor al contagio no me acogieron en su casa, pero también vi la grandeza del amor de mis padres hacia su nieto, ellos nos apoyaron económicamente siempre, aun cuando sentían decepción de que yo no hubiera elegido un buen hombre como pareja y padre de mi niño”, comenta.

Ya de regreso en Pucallpa, Laura también se sometió a las pruebas y le confirmaron que era portadora del VIH. Comenzó a recibir tratamiento, pero su único interés era cuidar de Santiago. Después de un tiempo se encontró con un médico que, años atrás, cuando ella estudiaba enfermería, había sido su profesor. Él la anima a realizar sus prácticas profesionales. Laura siguió el consejo de su maestro. Empezó a practicar y conoció a Javier, algunos años menor que ella, quien acababa de culminar sus estudios de laboratorio y empezaba su vida laboral.

Gracias a sus cuidados, el pequeño Santiago crecía y ya asistía a la escuela. Atrás había quedado esa primera infancia de temor y sobresaltos. Laura empezaba a recuperar el optimismo. Su vida laboral marchaba bien y su relación con Javier, aunque le preocupaba, también la animaba. No se atrevía a contarle sobre su diagnóstico, hasta que él le pidió tener una relación de pareja: “Entonces me sinceré, le conté que era portadora y le dije que, para evitarnos malentendidos futuros, él se hiciera la prueba de Elisa. Lo hizo y dio positivo. La vida me ponía un nuevo reto, ser su soporte”.

“Y así lo ha sido desde entonces”, nos dice Javier, quien acaba de llegar del Centro de Salud donde está trabajando como voluntario desde hace unas semanas. Él nos cuenta que a pesar de ser un estudiante de una ciencia de la salud no le había dado mayor importancia a la prevención.

“Lo que más me dolió es el rechazo de la gente, de amigos y colegas, que por trabajar en el hospital se enteraron y me retiraron su amistad. Por eso, a pesar de que han pasado varios años, no le he dicho nada a mi familia, creo que no lo entenderían y culparían a Laura de esta situación”, comenta. Pasada la tormenta, que significó aceptarse como una pareja viviendo con VIH, ellos se plantearon la posibilidad de ser padres: “Nos cuidamos al máximo y esperamos que nuestra salud estuviera estable para quedar embarazada, seguimos todos los controles durante el embarazo, y el parto estaba programado para ser por cesárea, pero en el hospital se presentaron complicaciones y dí a luz por parto natural. La preocupación por mi niño era inmensa, afortunadamente cuando le hicieron los exámenes dio negativo”, relata Laura.

Al respecto, Javier lamenta la falta de sensibilidad y respeto con las que muchas veces se encuentran: “El personal me buscaba gritando, dónde está el esposo de la señora con VIH. Yo agradecía que mi familia no estuviera presente”, dice.

Poco antes de que Laura cumpliera los treinta y tres años, decidieron volver a ser padres. Tomaron todas las medidas del caso, y el día elegido para que su niña naciera recibieron esa atención respetuosa, amable y cálida que ellos anhelan para todos las personas que viven con VIH.

Vivir con VIH es difícil y ser padres de un adolescente al que le ha tocado heredar esta condición, lo es mucho más:

“Como padre, converso mucho con Santiago sobre su sexualidad, a veces en broma, a veces en serio, pero siempre recordándole que él tiene que ser muy responsable con sus actos, porque afectarán la vida de otra persona”,

comenta mientras mira de reojo al amoroso adolescente que ruborizado le susurra a su mamá “¿para qué cuentas todo?”.

“Para que otros sepan que sí se puede seguir, que el mejor momento de mi vida es este, porque estamos bien”, dice Laura, la mujer, madre y consejera que sabe mejor que nadie que ante el VIH se decide vivir o dejarse morir.